Una vez en el Caribe.
Su piel es hermosa, cristalinamente oscura, donde los sudores tienen un bello brillo natural, y su sexo es tan rojo, como un atardecer de invierno. Su interior, un manantial de fragancias y sabores caribeños, que al parecer, lo encuentras sólo en estas mujeres, que de pequeñas, son alimentadas de dulces guayabas y frutos tropicales.
Sus nalgas, de joven textura, son firmes, pero tan suaves como la textura del mango. Su sexo, inigualable, cubierto de néctar empalagoso, atosigador, agradable y suave al paladar. Sus senos tan erguidos y frutosos, firmes como la lima, que al igual que esta fruta, dejan brotar casquillos llenos de esencia cristalina y fugaz, que se reflejan, como transparentes gotas al apretar y beber de ellos.

Así es mabel. Su piel dorada por el sol, sus largas pestañas rizadas negras y su tono a madera en el serpenteante vientre que juega con cada caricia.
Calidez en todo su cuerpo, su pasión caribeña, me hace sólo desear poseerla deteniendo el tiempo y cerrar los espacios, para que este cuerpo, no vuelva a ser tocado nunca más por otras manos, que no sean las mías.
Dentro de la choza, el olor a madera mojada, las murallas desgastadas y mohosas, el calor de dos cuerpos satisfechos por el deseo y la pasión. Afuera, las arenas mojadas, y el vapor que se dibuja entre las rocas.
Juan de Marco
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En mi jardín el deseo no tiene límites.